Foto: Isabella Kent |
Cuando desperté el dinosaurio seguía allí
A través de la literatura nos hemos dedicado a contrabandear algún que otro objeto de los sueños, de la muerte o del futuro: el dinosaurio de Monterroso, la flor azul de Wells, la rosa de Coleridge, la mariposa de Chuang Tzu y otros ejemplos que por amor a la brevedad dejaremos de citar. El caso de María Casares es el opuesto: desde pequeña se acostaba a dormir con martillos, focos, patas de rana, sombrillas, abanicos y otras herramientas que al entrar en los sueños o pesadillas le eran de suma utilidad. Los seres que a lo largo de su vida había conocido mientras dormía consideraban que estos objetos eran maravillosos: o, en todo caso, pruebas de que la vigilia es, en efecto, tan real como aquello que uno sueña (aunque no lo parezca). No sabemos si el dinosaurio de Monterroso o la rosa de Coleridge, al traspasar el umbral del sueño, cobraron una forma más prosaica, semejante a las cosas “reales”, o si, al contrario, conservaron su aspecto imposible. Pero sí que los objetos que María Casares traficaba al espacio del sueño no contraían ninguna cualidad extraordinaria; no se convertía el foco en un condensador de estrellas, ni el martillo en un pez, ni los paraguas convocaban lluvias en su interior. Y era esto, justamente, lo extraordinario, lo que asombraba a los centauros, a las hadas, a los diablos y a las compañeras de colegio que pasaban volando sobre las casas del barrio: que el foco fuese solamente un foco, que cayera tan deliberadamente al suelo y pudiese romperse con un sonido seco y definitivo.
Cómo hacer una flor
Tía Gabriela volvió de París el 5 de febrero de 1928. Traía dos maletas que suponíamos repletas de regalos. Las colocó sobre la cama y las abrió descubriendo sólo libros, ropas y objetos de tocador. Golpeé al primo Octavio con el codo para que pregunte: ¿mi regalo tía? Mamá, roja de vergüenza, pronunció el nombre Octavio con otro acento. No se preocupe Rosarito, dijo la tía a mamá y metió las manos al fondo de las ropas, casi olvido, el regalo de los pequeños. Vengan cabritos, miren lo que trajo tía de su viaje. Nos acercamos, el corazón ansioso, y sus manos vacías se abrieron como una flor.
En qué se parece un ruiseñor a un elefante
El circo nunca pasó por el pueblo de Rosenfeld, por lo que, hay que decirlo, la mayoría de nosotros no ha visto jamás un elefante. Mamá, cuando era niña, fue a la capital con abuelo, y entonces vio a una vieja elefante en el zoológico. Uno siempre se hace una imagen de las cosas antes de verlas; es por eso que la realidad siempre nos parece un engaño. Cuando mamá vio detrás de las rejas a la elefanta vieja y castaña, caminando en círculos en un triste estanque de cemento, pensó que tal vez fuese otro animal, con rasgos idénticos, pero no un elefante. Hay algo en ella que siempre lamenta haberla visto; es como si nos mirase con cierto recelo, porque nosotros, papá, yo, mis hermanos, conservamos intacta la figura ideal del elefante: con algunas variaciones probablemente, pero de cualquier manera sin las desilusiones que implica enfrentarse a un ejemplar concreto. Pero tampoco podría decirse que los demás intuimos la imagen del elefante a partir de nada; si sabíamos que tenía una trompa, un par de orejas enormes, un pequeño rabo incongruente y un par de colmillos blancos y largos es porque alguna experiencia anterior nos había aproximado a tal representación.
Creo haber soñado, en la niebla de mis primeros años de vida, con un afiche de circo que el primo Jefferson trajo a casa doblado en el bolsillo de su jardinera; al desplegarlo, se dejaba ver la imagen del mastodonte equilibrándose en una absurda pelota de colores. En el mismo bolsillo de Jefferson llegó a casa todo lo maravilloso; entre otras cosas, una edición en español de España de los poemas de Keats, donde, también por primera vez, escuché la palabra ruiseñor. El primo Jefferson recitaba la oda con un aire solemne, encumbrando el libro en una mano e impostando una voz luctuosa.
¿Fue una visión, o soñaba despierto?
La música se fue volando: ¿Estoy despierto o dormido?
Yo no creía que el ruiseñor fuese un pájaro. Temía preguntárselo al primo Jefferson y que quedara descubierta mi ignorancia; en silencio, había aceptado que el ruiseñor no fuese sino esa palabra vibrante, convulsa, que aparecía ante mí para acabar de una vez y para siempre con el niño y el provinciano que fui hasta entonces. Si bien tuve la tentación de preguntarle también a mi padre -sobre todo en las tardes, cuando nos sentábamos frente a la casa a ver cómo los pájaros volaban en círculos y eran tragados por la oscuridad de los árboles- qué es un ruiseñor, nunca lo hice; guardé aquella palabra en mi memoria como un estigma, como un síntoma de superioridad. Debo decir que, como ésta, había otras palabras que había escuchado en boca de los grandes y que no podía relacionar con ninguna realidad conocida, pero las había aceptado, por lo que eran; al punto que aprendí a ver en ellas una sustancia, tan concreta, tan pesada como un elefante.
Christian Kent (Asunción, 1983) El origen de toda imaginación proviene de las historias de su abuelo, excombatiente de la guerra del Chaco, en una ciudad que casi nada tiene de real: Concepción (Paraguay). Otro poco, de la literatura disponible en su casa; donde, con excepción de su madre, no había lectores serios: “Cien años de soledad”, libros de espiritualidad y autoayuda (Osho, Trevisán, etc.), y un par de ediciones indecentes de “libros infantiles” como “El libro de la selva”, “La isla del tesoro” y “Alicia en el país de las maravillas”. En el colegio (un colegio de misioneros anglicanos), leía las crónicas de Narnia. Publicó algunos libros de poesía y ahora se inclina hacia el relato fantástico y el cuento breve. Si los vientos le favorecen, este año publica su primer material como cantautor: “Perros en el cielo”.
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