lunes, 16 de octubre de 2017

Santiago Venturini





4

El parque de la avenida
estaba pegado a un orfanato:
de un lado juegos
y del otro
piezas comunitarias.
Subidos al tapial
espiábamos a los huérfanos.
Nos parecían raros,
no nos entraba en la cabeza
que hubiera vida posible
sin una familia.

Más tarde aprendimos.
Yo me volví huérfano,
los padres de mis amigos
empezaron a tirarse
platos y adornos
antes de iniciar divorcios,
y así nos dimos cuenta
de que dos desconocidos
en un mismo lugar
pueden formar
la mejor familia.




13

En una casa de la cuadra
vivía un pareja gay.
Los padres del barrio
hablaban de ellos
desde el púlpito de la mesa.
Algunos no decían
demasiado,
pero decían.

Por eso inventamos un juego
para la siesta:
tirarle piedras a la ventana
de los putos.
Yo tiraba
y años más tarde
esas piedras me pegaron a mí.

Un tiempo después
uno de ellos “se murió de sida”
—así decían los vecinos—
y el otro se quedó solo.
Ya no lo molestábamos,
porque la viudez es siempre
respetable
o porque le teníamos miedo
a esa enfermedad.
Un día se escapó
de ese barrio de dementes.
Nos miró desde un auto
jugando en la calle
como los hijos salvajes
de los salvajes.
La casa sigue ahí
aunque la reformaron.
Ahora en el lugar
donde dormían los dos
hay un living con cortinas
de mal gusto.




16

Durante los años en que tuvo
su taller en la casa,
tu papá usaba una máscara
de soldador.
No mires
te decía
pero vos mirabas
las chispas.
Después te dabas vuelta
y veías los yuyos
y las plantas quemados,
la puerta y las ventanas
quemadas.
Era un efecto óptico.
Ahora te parece
una premonición.




25

En la mutación de la adolescencia
los fresnos de la colonia agrícola
nos parecían más verdes.
Algunos no pasaban de esa edad,
peleaban contra sí mismos
en el cuadrilátero de sus cabezas
y perdieron.
Como Natalia
mi compañera de escuela.
En la calle Chacabuco
está la ventana ovalada
de la pieza en la que se colgó.

No fue la única.
Pienso en el chico lindo
que todos vimos ese sábado
en la discoteca.
Cuando salió ya era de día
y se fue derecho a cazar
con su papá y unos amigos.
Cargó su rifle con resaca
y mientras los cazadores
avanzaban por el campo
se voló la cabeza.
A la hora en que se escuchó
el disparo
algunos dormíamos borrachos,
tres mujeres caminaban
con ropa deportiva,
una chica se sacaba el maquillaje
en el espejo del baño.




de En la colonia agrícola (2017, Iván Rosado)

Santiago Venturini nació en Esperanza (Santa Fe), en 1981. Publicó El exceso (Torremozas, Madrid, 2008; VIII Premio de poesía joven de la Fundación Gloria Fuertes), El espectador (Gog y Magog, Buenos Aires, 2012) y Vida de un gemelo (Ivan Rosado, Rosario, 2014). Sus poemas aparecieron en diferentes revistas, blogs y sitios de internet, y forman parte de antologías como Muestra de poesía joven en Santa Fe (UNL, Santa Fe, 2010), Yo soñaba con comprarme una combi (Erizo, Rosario, 2013) y Penúltimos. 33 poetas de Argentina (1965-1985) (UNAM, México, 2014). Es docente universitario e investigador.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Rafael Espinosa




-Cap. 2-

Si caminamos junto al muro apoyando el dedo índice por tiempo suficiente
más que una vuelta a una sociedad pre-Estado, experimentaremos
una placentera sensación de continuidad
que nos convence de habernos convertido en una bandada de gansos del Ártico
migrando a través de la cabeza de un santo.
Altitud, no teléfonos públicos, nos separa de los otros seres
y en nosotros mismos se distancian dos motivos,
perpetuidad y urgencia de cobrar.
Más tarde, en la verdulería, hablamos de que la felicidad no tiene precio.
Llega mi hermana, con noticias.
Dice que debemos sufrir más para que nuestra vida entre a la lista de los clásicos.
“Cuando pasamos —respondo— de la sala de almacenamiento del útero a la línea [de montaje de la vagina,
antes de que nos recibieran los ortopédicos guantes del obstetra, nuestra madre
desconocía del todo que nos depositaría de veras en un cluster portuario y, mira, [cada
sentimiento sublime ha existido a cambio de mantener tasas exponenciales de [rendimiento.
¿Para qué quieres otro tinte para dañar de otra forma el pelo?”.

Se despide y si abnegación, esparcimiento y dulzura fueran vestidos en una [percha, la suya
sería la mejor tienda de diseño de autor.
Empieza a lloviznar exclusivamente sobre mis hombros
y solo la certidumbre de ser el único miembro de una conspiración
resulta más intensa que la tristeza de que la mitad de mis recuerdos con otros [sean un tema inédito.
Océano amado, donde los vi veranear a ellos, eres una necrópolis de miradas.
¿Con tantas flores, los cementerios serán entonces viveros en la percepción de los [muertos?
Sus mismas horas extras bajo tierra las dedicaré esta semana en la of. a cuadrar [gráficos.
Me desfiguraré la cara cubriéndola con una media de nylon para comunicar mi [idea de integración social.
Envidio al robot al que le enseñaron en varios idiomas a decir “amor”.

(De
Hoyo 13: novela barrial, 2013)



El basurero

Arrecife es la palabra que ahora menos me interesa.
Alude a meandros, es cierto, a laberintos
pero insinúa remotamente también el hallazgo posible de un círculo ideal.
No es lo que ocurre en la vida de los primates superiores,
entre los cuales nací, como todos,
con un lóbulo en el cuello.
La palabra que me complacería oír es “alopécico”.
De allí puedo extraer un deseo devenido en calvicie total
y a la vez acompañarlos por el parque mientras sus pensamientos del día
modulados por los senderos curvos terminan
por constituir un basural de objetos hermosos.

Pasan autos silenciosos. Pero llegado a este punto, preferiría
verdadero silencio y un basural me lo da.
Así es fácil ser un buen hermano y aceptar yacer entre la especie.
Basta con escoger al más ruin de todos, aunque no peor que nosotros,
con tal que lo mantenga. Los mirlos lo hacen,
paradójicamente a través de un canto acorde
cuya esencia es ser percibido como la largueza de una evaporación.
Parece de tal modo que sonidos bien escogidos restauran la página en blanco.
Al elaborar con sus gorjeos un cuadro vacío, los mirlos hacen arte [contemporáneo.

Quién no quisiera ser el atropellado que descansa para siempre dentro de él,
aunque nadie quiere morir. Allí repetir el pensamiento:
“el páramo satisfizo su íntima entonación”.

Lo propio del árbol es irse callando y lo de las historias ruidosas
acumular un basural, con destellos de minerales.
Frente a él me encuentro, con la sensación de que ayer es un anticuario.
Escarbo y descubro un yo vergonzante, un aforismo y hasta una nube muy blanca.
Está en mí alargarla sabiendo que todas las peticiones que corren todavía a lo [largo del subsuelo
no harían con ella una sábana tan grande. Hay algo cruel en extenderla, e [inmaculado.
La fineza decidirá qué destino concederle. Puede elegir enfundar a los suicidas,
puede elegir no distinguirla de la niebla.

(De El portapliegos, 2016)




Un caballo árabe

Ahora que no es fundamental la respiración
tengo tiempo de discernir cosas. Distichlis spicata
es el nombre de la planta que abunda junto al litoral.
Pero no me gusta el litoral, es un hermafrodita de mitos.
Amo los surcos de las paredes aunque no exudan
indulgencia. Cuando la tristeza forma una trenza de novia,
es de suponer que concederán algún día
perdón. Pero a quién, a los solitarios
o a los cazadores de momentos,
incapaces de soportar nuestro perfume.
Ahora estoy confuso para saberlo. Afuera
la vida escogió a un ciego y la ardilla crea al árbol.

Las aves causan bullicio como de costumbre,
irritantes porque en mi interior existe una pista musical.
Creí en su sendero y de hecho se encuentra ahí
colmado de artes visuales, con escombros de agendas,
una angustia repetida simulando la felicidad.
No me gustan las aves, no me gusta que su renombre
me persuada a creer tan fácilmente de nuevo.
Son lo que son y aun así guerrean. Como si sol con desventura.
Pero obro como ellas: hago poemas de la descomposición.




Los nenúfares de Monet

Una idea es opcional. Crecen
en nuestro interior estupores de un viaje relámpago
solo rara vez capaces de producir forma.
Lo que sí generan es a la vez melancolía y lujuria,
porque les gustan los chistes, las sombras,
además de ira y odio.
Ni las plantas carnívoras, con sus miles de receptores
para capturar moscas, atrapan entonces en el aire mejor un humano.
Y cuando sufrimos, sin saber qué virtud aplastamos, nuestro cuerpo
pesa más que un contenedor de celos llorosos.

Una idea es opcional. Por ejemplo
la idea de ser peruano
o de que los peruanos somos lo que comemos y excretamos
luego de haber practicado en las mesas la integración social (¡?)
con cerveza producida en casa.
Cuando murió Fedra, mi perra de origen suizo,
me recluí y no hablé con un peruano en seis meses.
Cuando los lagos de altura sean aeropuertos
y el ganado no pueda llamarle pan a la tierra
y los telares dejen de ser hilados mientras pace
sin sentido del tiempo, y gustándolo,
Cielo, muestra generosidad, perdónanos.
Nazcan de tu crucifixión restituciones.
Contesta con bondad, no destruyas a los peruanos abyectos.
No crearon ellos las praderas.




Transpuesto (Homenaje a Robert Hass)

Coge este acertijo:
¿Por qué los árboles no proyectan una arrogancia vertical
cuando a las claras no son seres horizontales?

Coge este otro:
A mi piso llega a veces de la nada un olor de pescado revuelto.

Ahora entremos en el aire.

Yo miraba los árboles como se mira a las personas,
con reproche, creyéndose en secreto mejor, con ternura
y ganas de tocarlos; yo miraba su presente,
 
lleno de estrategias de flores y comunidades que quieren vivir,
como un hombre con mala fortuna —y quién no lleva ese nombre—
mira su pasado, donde la pérdida formó bellas plantaciones,
y había olvidado cómo pescar;
 

esperar sin esperar grandes honores, según lo hace él,
parado allí donde las piedras han sido devoradas por el musgo,
los pulmones bendiciendo las ráfagas, el recuerdo soportando el sol,
y con suerte regresar a casa con dos o tres cabrillas, o quizá una manera
de disponer palabras en una página que brillan como escamas
o respiración, pues los pescados son para regalar a un amigo
y nadie desea más que aprender a respirar.

Yo había confundido los árboles con una purificación.
Quería pedirles lo que no podía entregarles, paz
para una repetición. Pero se posaría en mi brazo una mosca
con su día clínico, para recordar que una escena puede desvanecerse
pero no la pesadez que dejó caer, tonal como pensamientos sobre paja.
Yo buscaba en los árboles la seña de una concesión.
Yo, siendo hermosos, los tomaba por una forma enrevesada de la felicidad.

Hasta que volteé hacia cualquier sitio de memoria,
todo desolación y derrumbe, y lo vi trabajar honestamente,
sin máscara antigás, jubiloso por recoger lo que ahí existe,
dolor cubierto de arena y arena que honra el dolor,
el soplo sucio de haber vivido
y pagarlo con pescados de palabras.

Yo miraba a los árboles en muda, hasta que al pasar a otro nombre
de la antología encontré a Robert H.
Entonces no se me escapó el secreto:
primero está el deseo, antes los árboles, y arriba las estrellas muertas.

(De El vaquero sin agua en la cantimplora, 2017)







Rafael Espinosa (Lima, Perú, 1962) publicó doce colecciones de poesía: Fin (1997), Geometría (1998), Pica-pica (2001), Book de Laetitia Casta y otros poemas (2003), Verbos regulares (2005), El Anticiclón del Pacífico Sur (2007), Aves de la ciudad y alrededores (2008), Amados transformadores de corriente (2010), Los hombres rana (2012), Hoyo 13: Novela barrial (2013), El portapliegos (2016) y El vaquero sin agua en la cantimplora (2017).