La mitad
abierta
Como nube herida,
llega a mi ventana
de los techos una gata;
viene a decirme
que soy ella
también
en la tormenta
y como a mis huesos,
casualmente,
se les ha dado por temblar,
y a mi
cabeza por pensar
la muerte,
yo le creo,
le creo y le abro
y me abro
así
un tajo:
en el reflejo soy ahora
un solo ojo,
un solo hombro,
un gesto hachado
y en la mitad abierta,
venido de la noche,
descalzo y blanco
un animal entero.
La pastilla del verano
Roja, dorada, apenas verde
me dejo arder
porque no puedo más nadar en seco
con estas alas que me crecen
azules en la axila.
Arpas, órganos, violines de viento
alimentan volátiles colores primarios
como en la caricia de un cuerpo,
como quemando leña en calma.
Levantaría vuelo ahora
pero me aqueja la tierra,
me tira de un hueso
la gravedad del asunto.
La ley no me atañe,
igual me corrompe:
me vuelvo incendiaria
pirómana pirada.
Nadaría hasta el fondo,
de tener agua cerca,
hasta dar con un espejo
que me borre la cara
pero todo está tan seco
que hago gestos en el aire,
abro la boca como un pez
tras la pastilla del verano.
Tengo del mar sólo el mareo
y el recuerdo del susurro
en algo que se cuece
mi cuerpo, el que me queda.
Cebras
Cebras que pastan;
el amor
tiene formas así,
penachos
cuando logra que
el minuto se complete,
devore la hora,
preñada de días,
tal vez años, tal
vez fila de estrellas,
y mueva la cola al
compás de las moscas
y las moscas se
retiren a su muerte por un rato.
Anoche me encontré
con una: no pastaba,
bebía, con
paciencia de cebra de unos ojos.
Me hizo pensar en
que quizás, el amor
podría haber
cambiado de elemento.
Porque esa cosa,
también, va por el aire;
se han
visto nubes con forma de caballo naranja,
duraznos
perfectos, se pudo ver el cielo entero
alguna vez, qué
tiempos.
Pero el aire ahora
no quiere darnos
nada
y no hay ni un
minuto vacío:
vivo abarrotada de
conciencia
en el congreso de
usureros,
en la fábrica de
anteojos;
podría morir de
asfixia o
vidrios rotos.
Podría morir de
tantas cosas:
invadida por la
fe, descerebrada,
mordida por la
artrosis, la gangrena
o por besar una
pantalla y recibir
la patada
eléctrica de todos los toros.
O no. Mirá la
vida:
¿ese trueno que
ahora escucho,
ese rayo por las
nubes,
no es la cebra
desbocada que
regresa?
Carla Sagulo nació en Buenos Aires en 1977. Ha publicado
El vino de la casa (Ediciones Vox,
Bahía Blanca, 2007), Fuego chico
(Nulú Bonsai Editora, Buenos Aires, 2009) y Toro
(Nulú Bonsai, Buenos Aires, 2015). Es graduada en Letras por la UBA y
trabaja como docente en la UNAJ. Coordina talleres de lectura y escritura en
distintos ámbitos.
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