A la hora en que los obreros retornan a la fábrica
nosotros nos dirigimos con nuestras motos a la laguna,
incluso uno de nuestros amigos nos saluda con su casco
amarillo en la mano, lo mantiene y lo mueve en el aire.
Se ríe, pero nosotros lo compadecemos, a esa hora de la tarde,
ese calor, quedar encerrado en un pequeño galpón en las afueras
de un pueblo al que nadie llega, donde no hay nada más
que el sol y las gotas de sudor que caen por nuestro pelo.
No tenemos familias que mantener y todavía la vergüenza
no se infiltró en nuestras cabezas, somos jóvenes
que alargan en sus vidas el tiempo del ocio y la vagancia.
A veces, me digo a mí mismo, ya es hora de empezar ese
nuevo ciclo, de asir a mi cabeza el casco amarillo
y la ropa de trabajo, dejar que el aceite lo ensucie
y lo trabaje con los años. Pero es solo una idea,
ahora surcamos con nuestras motos la pequeña ruta
para llegar a la laguna y sentarnos en los troncos que ubicamos
estratégicamente desde que el calor se hizo presente.
Con el paso de los años la imagen es la misma: los obreros
que entran a la fábrica, nosotros en nuestras motos,
la laguna allá a lo lejos. Pero la vida pasa y es cierto
que nuestra rutina genera tedio y que a veces peleamos
entre nosotros y alguna trompada vuela en el aire.
Cuando ya no quede nadie con quien pelear y el hastío
haya podido más que el terror al trabajo, nos pararemos
afuera de la fábrica y saludaremos con nuestros cascos
amarillos de un lado al otro de la ruta, hacia la nada.
(En Frontera, editorial Vilnius, 2016)
Soy un hombre
abandonado
en el fondo de un
patio
dentro de los
tapiales
que me contienen.
Muevo con mis manos
las ramas del
naranjo
y cae la fruta
madura
sobre el césped
con fuerza.
Una cosecha
ejemplar,
si no fuera
porque el sol se ha
ido
y la tierra se ha
puesto lúgubre.
Aún así, tomo mis
naranjas
y me pongo a
resguardo,
agradecido.
El viento de
tormenta
surge allá afuera
y en mí, una
inquietud:
de qué estoy hecho
y qué pretende de
mí
la naturaleza.
Por lo pronto, resta
esperar
que después de las
heladas
la fruta sea más
dulce.
La primera vez en el
mar,
me hundí en él
hasta el peligro.
Mientras me hacían
señas
para que me acercara
o volviera,
yo sonreía
con el agua al
cuello,
los brazos en alto.
De esa temporada
volví a salvo
e incluso sobreviví
varios años.
Ahora me tapa la
tierra
y no hay nadie en
las costas.
Quedé en el mar
como en un reflejo.
Creció la maleza,
allí
donde la joven
sentada reía.
Desde que se mudó
ya no escuchamos su
voz,
ahora tan solo vemos
a través de
nuestros tapiales
las nuevas torres
eléctricas.
Guardamos para
nosotros
el recuerdo de su
gracia
y como esos obreros
que cuelgan del aire
hacemos malabares
sobre el vacío.
Se movió el cielo
hacia lugares
indómitos.
El río al que
arrojé la caña
ya no refleja más
que un agujero
negro,
preciso es moverse
hacia los costados.
Siempre debí buscar
el azul, lugares
más agradables.
Los perros corren
y esperan una presa,
luego caen al vacío.
No es una pesadilla,
presento como prueba
las escamas de los
peces,
la línea del
horizonte.
Fuimos bestias
al sol,
luego
el campo
se llenó de agua.
Pretendimos correr
con las escamas de
los peces
en nuestras manos,
pero olvidamos los
vestigios,
ahora tenemos
lugares
donde morir
y colgar la ropa.
Hombres de antaño,
dígannos cómo
sobrevivir.
Y que la paz sea
con ustedes.
Diego Brando nació en Leones, Provincia de Córdoba el 29 de diciembre de 1987. Realizó estudios terciarios en el ISFD Mariano Moreno de Bell Ville, en donde se recibió de Profesor en Lengua y Literatura. A fines de 2016 publicó Frontera por Editorial Vilnius. Prepara su segundo libro mientras colabora en un laboratorio bioquímico.
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