miércoles, 26 de abril de 2017

Brian Alvarez







Ajusticiado de palabra en su local de ropa, el propietario
a un lado del salón y de la corrección
política sin que le importen
consecuencias de destrato,
que no conoció por otra parte brinda por
no haber llegado tarde a la acumulación originaria.
Las chicas que reclaman otros talles
hacen fila para mirarlo mal.
Lleve ese azul. No espere.
No va a venir la blusa en beige.
El propietario
dice y en el mostrador frota la
caja como a cajón de velado:
con la gratitud y con la suficiencia
de quien prevalece.

**



Palabras como brazos de agua
como animales de agua
salvajes animales de agua, brazos 
de agua animales, bocas
abiertas como brazos abiertos 
listas para el abrazo contra el hambre
como animales de agua hambrientos,
las bocas, brazos
como tiburones
palabras
hambrientas como tiburones o brazos
dentados
o salvajes

pero qué sangre podría ofrecerle a algo así.

**



La hija del vecino es más viva que yo.
Antes del mediodía, ayer, me preguntó
qué era una mala decisión política y temblé.

Pasó la tarde. 

Por la puerta irrumpió
el ruido de la radio que adquirí
para mostrar los domingos
y levantando la voz le inventé: un cartel
de zona de vientos
contra un fondo de casas
prefabricadas
golpeadas por las primeras gotas de la lluvia.

**



Hay autos sobre la avenida, entre los árboles
y yo, que espero el ascensor de la estación del subte.

Hay autos.
No hay autos.
Hay. No tengo tiempo
para apreciaciones de genio,
pero sé que lo que miro es importante.

¿Será posible superar
la grandeza y el aburrimiento de las cosas que viven
sin más orgullo que el de prolongar la vida
como quien conserva una herramienta ancestral
cuyo uso desconoce?

No tengo tiempo para estas preguntas:
me basta la esencia
visible
de la superficie
que las invoca:
árboles,
autos,
árboles;
la acción de bajar;
los efectos de irse.





**



De duelo con mi papá hicimos
una sopa aguada
con arroz, apenas.
Nos quedamos cortos.
Para la próxima una taza más, me dijo.
Traté de salvar el sabor con queso.
Para la próxima el de rallar
me dijo
algo
dije también.
Como siempre
con nosotros
la televisión encendida.
No puedo ver la champions sin cantar
el himno en la memoria
pensé.
Afuera había llovido y los perros
despertaban de la siesta.

**



Los clientes espían
por el vidrio del congelador
los paquetes de animales descuartizados.
Sonríen como en las publicidades
tal vez movidos por el júbilo
de haber permanecido en pie.

Es el sentido de comunidad

Obtienen un poder de ahí
pero en el fondo sé que envidian
como otras veces yo
la lentitud de esa putrefacción que avanza.




Brian Alvarez nació en 1991. Creció en Gregorio de Laferrère, en el partido de La Matanza (provincia de Buenos Aires). Ahora vive en Once. Trabaja como repositor en una cadena de supermercados. Puede hacerse pasar por músico, pero es estudiante de Ciencias de la Comunicación en la UBA. Eso también le sale mal.

miércoles, 19 de abril de 2017

Griselda García



de Ahora (Ediciones Del Dock, 2016)

El dique


En las últimas vacaciones Papá
construyó un dique en el río.
Le llevó toda la mañana.
Cuando terminó, el sol
había bronceado su espalda.
El agua nos llegaba a los tobillos
nos metíamos en zapatillas
para que los pies no dolieran.

En ese mismo río esparcimos
sus cenizas pocos años después.

Mamá llevó flores y una botella de vino.
No había nadie ese día
solo un hombre acostado en la arena
que al ver la botella gritó de satisfacción.

A Papá le hubiera gustado, pensé
y entrando al agua rompí el dique.





Creer para ver


I

El primer día el cielo se oscureció
empezó a llover un agua tibia.
No enciendas la luz, dijiste
para qué si ya vimos todo.

Había amigos en la casa, los tomé de un trago.
Madres creadoras:
nunca imaginé tal ostentación de carne.

No fue difícil trepar a tu espalda
Lo difícil fue estar a la altura, no retroceder.

Siempre creer, decías, pero perdiste la fe.


II

Cuerpo mío
aprendiste del mar a caer y levantarte
fuiste llenado y vaciado por y para ellos
para hacerlos más hombres cada vez
con la insistencia del mar te ofreciste
te fustigaron en tus avatares
en cada fase de la luna y sus ciclos
cuerpo mío, te hicieron hablar
tus secretos parieron locos nuevos
no es sin riesgos la escucha.

Ante un cuerpo de hombre sólo siento gratitud.





El negro del mar


Una madrugada fui a la playa
me saqué la ropa y me metí al agua
empecé a nadar y nadar.
Me debo haber adormecido
no sé cuánto tiempo pasó.
Cuando reaccioné estaba muy lejos de la orilla
me había envuelto una corriente
sentía oleadas de agua más fría, más caliente.

Nunca le conté a nadie esto, no me creerían.

Comencé a percibir manchas negras
más negras que el negro del mar
se movían lento, venían hacia mí.
Era un grupo de ballenas jorobadas
en viaje migratorio hacia el sur.
Sentí terror y supe que iba a morir.
Imaginé que una abría la boca y me succionaba
en una muerte lenta como en los cuentos infantiles.

A su paso el mar se inflaba y me elevaba
al bajar, se hacía un hueco en mi estómago.
Paralizado, sin poder decidir, empecé a llorar.
La ballena es mi mamífero preferido.
De chico soñaba que me agarraba de su cola
y paseábamos y conocíamos mundos nuevos.
Pero entre bufidos y cantos extraños
pasaron a mi lado como si yo no estuviera ahí.
Se fueron alejando y el agua quedó en calma.
Cuando pienso que estuve entre ellas
siento que nunca viví algo más terrorífico.

Así son los sueños, llegan en forma inesperada.

Nunca le conté a nadie esto, no lo creerían
pero vos sí, ¿no?





La cura


En amor solo pienso si no estoy trabajando, dice.
Bajo el mosquitero de una cama en Tánger
sigo con la vista la ruta de las arañas.
Damos un paseo por los médanos.
El camello suaviza sus pasos.
Oímos tambores a lo lejos.

A veces las mujeres tienen que ser nuestras madres
dice, y nosotros sus padres.

Trato de olvidar a los tripulantes muertos
los crímenes del mar se juzgan en el mar.

Su madre eligió a la esposa. La esposa no sabe leer.
Es mejor así. Sin problemas, sin discusiones.

No me gusta estar en la casa, dice.
No me gusta hablar. Solo comer y dormir.
Quiero fumar con mis amigos y tirarme al sol.
No pensar que los días pasan muy rápido
y que la muerte se acerca. Quiero fumar y no pensar.

Bebemos té de menta y me convida kif.
Afuera las cabras bailan entre olivares.
El viento cambia la arena de lugar.

Mientras el agua borbotea en el narguile
pienso en mis compañeros en el mar.
Nunca oí el rumor del mar.
Quiero dormir y que el sueño me cure, dice.

Pero yo sé que no hay cura posible.
Bajo el mosquitero iluminado por la luna
me adormece el sueño, me dejo llevar.





Chúcaro


Al potro chúcaro lo acollaran al viejo
siempre hay un caballo templado
al que nada ni nadie asusta
se les pone un palo sobre la cruz
y se les anuda el cogote con tientos
al principio patea muerde llora vomita
pero después tiene que seguirle el paso al otro:
beberá cuando el otro tenga sed
comerá cuando agache la cabeza.
Pero de a poco se va aquietando
el manso aploma al rebelde.

La mitad de la carne que se vende
bajo el paralelo 42 es de caballo
dulce y negra va a parar al pobrerío.

El indio domaba de pico
con susurro y traguito de caña
caricia en cuello paleta verija
a los acollarados les cuesta
ponerse hocico con hocico
llevarse los vasos hacia el lomo.
Así fueron todas mis relaciones:
dos ariscos, dos chúcaros
no hubo quien aplome ni quien se dejara amansar.

La lección es clara y al final
esta carne dulce y negra irá a parar al pobrerío.



Griselda García (Buenos Aires, 1979) es escritora y editora. Publicó los siguientes libros: Alucinaciones en la alfalfa (2000), El arte de caer (2001), La ruta de las arañas (2005), El ojo del que mira (2009), Hallucinations in the Alfalfa and other poems (traductor: Hugh Hazelton, Wolsak y Wynn, Canadá, 2010) La madre del universo, (relatos, 2012), Mi pequeño acto privado (Barnacle, 2015) y Ahora (Ediciones Del Dock, 2016). Se desempeñó como editora en La carta de Oliver y Ediciones Del Dock. Se dedica al dictado de talleres de escritura creativa y al seguimiento de obras literarias en progreso. 


miércoles, 5 de abril de 2017

Christian Kent

Foto: Isabella Kent





Cuando desperté el dinosaurio seguía allí

A través de la literatura nos hemos dedicado a contrabandear algún que otro objeto de los sueños, de la muerte o del futuro: el dinosaurio de Monterroso, la flor azul de Wells, la rosa de Coleridge, la mariposa de Chuang Tzu y otros ejemplos que por amor a la brevedad dejaremos de citar. El caso de María Casares es el opuesto: desde pequeña se acostaba a dormir con martillos, focos, patas de rana, sombrillas, abanicos y otras herramientas que al entrar en los sueños o pesadillas le eran de suma utilidad. Los seres que a lo largo de su vida había conocido mientras dormía consideraban que estos objetos eran maravillosos: o, en todo caso, pruebas de que la vigilia es, en efecto, tan real como aquello que uno sueña (aunque no lo parezca). No sabemos si el dinosaurio de Monterroso o la rosa de Coleridge, al traspasar el umbral del sueño, cobraron una forma más prosaica, semejante a las cosas “reales”, o si, al contrario, conservaron su aspecto imposible. Pero sí que los objetos que María Casares traficaba al espacio del sueño no contraían ninguna cualidad extraordinaria; no se convertía el foco en un condensador de estrellas, ni el martillo en un pez, ni los paraguas convocaban lluvias en su interior. Y era esto, justamente, lo extraordinario, lo que asombraba a los centauros, a las hadas, a los diablos y a las compañeras de colegio que pasaban volando sobre las casas del barrio: que el foco fuese solamente un foco, que cayera tan deliberadamente al suelo y pudiese romperse con un sonido seco y definitivo.





Cómo hacer una flor

Tía Gabriela volvió de París el 5 de febrero de 1928. Traía dos maletas que suponíamos repletas de regalos. Las colocó sobre la cama y las abrió descubriendo sólo libros, ropas y objetos de tocador. Golpeé al primo Octavio con el codo para que pregunte: ¿mi regalo tía? Mamá, roja de vergüenza, pronunció el nombre Octavio con otro acento. No se preocupe Rosarito, dijo la tía a mamá y metió las manos al fondo de las ropas, casi olvido, el regalo de los pequeños. Vengan cabritos, miren lo que trajo tía de su viaje. Nos acercamos, el corazón ansioso, y sus manos vacías se abrieron como una flor. 






En qué se parece un ruiseñor a un elefante

El circo nunca pasó por el pueblo de Rosenfeld, por lo que, hay que decirlo, la mayoría de nosotros no ha visto jamás un elefante. Mamá, cuando era niña, fue a la capital con abuelo, y entonces vio a una vieja elefante en el zoológico. Uno siempre se hace una imagen de las cosas antes de verlas; es por eso que la realidad siempre nos parece un engaño. Cuando mamá vio detrás de las rejas a la elefanta vieja y castaña, caminando en círculos en un triste estanque de cemento, pensó que tal vez fuese otro animal, con rasgos idénticos, pero no un elefante. Hay algo en ella que siempre lamenta haberla visto; es como si nos mirase con cierto recelo, porque nosotros, papá, yo, mis hermanos, conservamos intacta la figura ideal del elefante: con algunas variaciones probablemente, pero de cualquier manera sin las desilusiones que implica enfrentarse a un ejemplar concreto. Pero tampoco podría decirse que los demás intuimos la imagen del elefante a partir de nada; si sabíamos que tenía una trompa, un par de orejas enormes, un pequeño rabo incongruente y un par de colmillos blancos y largos es porque alguna experiencia anterior nos había aproximado a tal representación. 

Creo haber soñado, en la niebla de mis primeros años de vida, con un afiche de circo que el primo Jefferson trajo a casa doblado en el bolsillo de su jardinera; al desplegarlo, se dejaba ver la imagen del mastodonte equilibrándose en una absurda pelota de colores. En el mismo bolsillo de Jefferson llegó a casa todo lo maravilloso; entre otras cosas, una edición en español de España de los poemas de Keats, donde, también por primera vez, escuché la palabra ruiseñor. El primo Jefferson recitaba la oda con un aire solemne, encumbrando el libro en una mano e impostando una voz luctuosa.

¿Fue una visión, o soñaba despierto?

La música se fue volando: ¿Estoy despierto o dormido?

Yo no creía que el ruiseñor fuese un pájaro. Temía preguntárselo al primo Jefferson y que quedara descubierta mi ignorancia; en silencio, había aceptado que el ruiseñor no fuese sino esa palabra vibrante, convulsa, que aparecía ante mí para acabar de una vez y para siempre con el niño y el provinciano que fui hasta entonces. Si bien tuve la tentación de preguntarle también a mi padre -sobre todo en las tardes, cuando nos sentábamos frente a la casa a ver cómo los pájaros volaban en círculos y eran tragados por la oscuridad de los árboles- qué es un ruiseñor, nunca lo hice; guardé aquella palabra en mi memoria como un estigma, como un síntoma de superioridad. Debo decir que, como ésta, había otras palabras que había escuchado en boca de los grandes y que no podía relacionar con ninguna realidad conocida, pero las había aceptado, por lo que eran; al punto que aprendí a ver en ellas una sustancia, tan concreta, tan pesada como un elefante.





Christian Kent (Asunción, 1983) El origen de toda imaginación proviene de las historias de su abuelo, excombatiente de la guerra del Chaco, en una ciudad que casi nada tiene de real: Concepción (Paraguay). Otro poco, de la literatura disponible en su casa; donde, con excepción de su madre, no había lectores serios: “Cien años de soledad”, libros de espiritualidad y autoayuda (Osho, Trevisán, etc.), y un par de ediciones indecentes de “libros infantiles” como “El libro de la selva”, “La isla del tesoro” y “Alicia en el país de las maravillas”. En el colegio (un colegio de misioneros anglicanos), leía las crónicas de Narnia. Publicó algunos libros de poesía y ahora se inclina hacia el relato fantástico y el cuento breve. Si los vientos le favorecen, este año publica su primer material como cantautor: “Perros en el cielo”.