lunes, 19 de marzo de 2018

Alicia Silva Rey





Haré buenos cestos
/Versión 1

Haré buenos cestos,
camisas frescas,
me lavaré los ojos
con té
de esa planta
con hojas de forma geométrica
de animal


el pez es complemento del manglar,
crean contorno,
el coco se lleva bien
con la costa,
la lluvia con las colinas


el conjunto otorga
poder y gracia
al espacio y sus límites


dicen que nuestras molas(*)
provienen de la Crónica de Indias
pero es la geometría del aire
el motivo del adornamiento
pictórico


las tetas sostenidas
por barras de oro
no han sido importadas de Francia
y el algodón que criamos
es la base de nuestras escrituras


un mismo trazo
o corte
une lo separado


almas de las mujeres menstruales
por gala y libertad
tiñen la carne corporal
y los pies
con el arte
que los hace invisibles
a la picadura
de la serpiente

soy superposición de piezas
de distintos colores,
somos la tela que aglutina
cortes y formas.
Mixtura,
ríos de oro


suaves rostros,
flor elegante o mariposa,
langosta o escorpión
luna de oro
el vértice nasal.


(*) molas: telas artesanales fabricadas por los indios Cuna, de Panamá.





Haré buenos cestos, camisas frescas
/Versión 2

Haré buenos cestos, camisas frescas,
me lavaré los ojos con té
de esa planta con hojas de forma geométrica de animal,
el pez es complemento del manglar, crean contorno,
el coco se lleva bien con la costa, la lluvia con las colinas,
el conjunto otorga poder y gracia al espacio y sus límites
dicen que nuestras molas (*) provienen de la Crónica de Indias
pero es la geometría del aire el motivo del adornamiento
pictórico, 
tetas altas y tiesas sostenidas por barras de oro
no han sido importadas de Francia
y el algodón que criamos es la base de nuestras escrituras.
Un mismo trazo o corte une lo separado,
almas de las mujeres menstruales por gala y libertad
tiñen la carne corporal y los pies con el arte
que los hace invisibles a la picadura de la serpiente.
Soy superposición de piezas de distintos colores,
somos la tela que aglutina cortes y formas, mixtura,
argollas de oro, suaves rostros, flor elegante o mariposa
langosta o escorpión, línea inaferrable: el vértice nasal.

(*) molas: telas artesanales fabricadas por los indios Cuna, de Panamá.




Es una bicha veloz, su inteligencia

Es una bicha veloz, su inteligencia
es de laucha, su habilidad
no supera la mía pero es cínica a muerte.
La tengo en el lavadero, encerrada.
Sube y baja por los armarios
donde guardo semillas. La sorprendo
en las noches con mi linterna de luz
y de día, con mi linterna de sombra.
Aturdida por la persecución humana
se detiene ante mí; implora con los ojos
el final, una espiga de veneno.
Cercada por mi hambre, la suya
se devora a sí misma. Que la deje
salir pide, al pastizal. Le doy agua
con una cucharita de plata. No comerás,
le digo. Sus dientes desesperadamente,
crecen. Nada para roer. Te entreno, digo
ante el animal desvanecido
en su hocico pesado.




De rodillas, en la carretera vacía, tosiendo.

De rodillas, en la carretera vacía, tosiendo.
Tose como a los ocho años en José León Suárez, La Quema.
Alas en los pies. Mirá, una valija, está buena, bajala.
Tose a sabiendas de que lleva el chico pegado a él.
Largando los pulmones.
Nadie puede ponerse en el lugar de quien pierde el aliento.

Tierra baldía, cieno, frío sin contemplaciones.
Le dije que si hablaba así, me lastimaría los oídos,
bostezaría hasta aplacar el impacto rústico de su voz.
Sin rescoldo – le dije-, en la negrura de lo no dicho
va a cocerse el pan de la discordia, no hablés.

Se irguió, buscó en el reseco morral
el último tabaco sin dejar de toser,
declinando como en una plegaria
el trepidar del viento en las orejas,
su zona delicada.

"Cómo separarse los cuerpos
a causa de la imposibilidad de compartir
el umbral de un lenguaje".
Fumó, el humo lo ayudaba a respirar sin toser,
el chico pegado a él, olor de marismas invisibles.
"De haber sabido pronunciar…
Una lengua como hecha de fierro,
no digo que ella no me gustara:
me era insuficiente".
Tanteó el piso de litio,
fumó muy lentamente,
inspirando ese bálsamo
del tabaco en los bronquios,
su palabra, la de ella, hubiera sido
el amarradero para el chico pegado a mí
pero su palabra triscaba como arpillera granulada en los labios,
me alejaba de la mujer a la que denominaban Rosario.
No se desea sino lo que se presiente como un sueño
a punto de perderse en la lengua.
Solo se aman unos pocos sonidos perfectos en su encadenamiento insular.

Ella –no era su culpa-, fue desmontando sin querer
los suaves eslabones, las perlas, esas cuentas donde amar y desear”.

Imaginó el carrito palmo a palmo,
a ver si recobraba el aliento,
se fue adentrando como entonces
en la grava del basural.
Vio al chico despegarse,
dibujar algo con el dedo en la grava.

La lluvia blanda remolcaba en su agua lechosa
otra superficie translúcida, un tejado sería.
Los dibujos del chico en el suelo sonaron
como cuando se pisa en el musgo empapado,
¿creés que tendré frío?,
algo se posaba en los labios, lo hundía.




Primero habló.

Primero habló.
La voz de la materia inconsútil,
tú sabés: sin costuras. Un continuo
acerca de lo que no sabemos pero hablamos
porque él primero habló. Su voz era la voz
anhelada desde los úteros y ovas en los que se gesta la vida
que algunos llaman ser y otros, recurso.
¿La ignorancia de la propia fragilidad te volvió incólume?
Pronunciar era como soñar o fundar.
¿Tomaste ácido lisérgico o era la pura adrenalina de la nada
explorándose por tu vía? Fue un domingo como hoy,
Vos pronunciabas, cómo extraño esa voz. Estás ahí,
partiéndote de risa, más flaco, desnudo, subido como el estilita
al hervor de lo dicho. Ahora parecería que te escucho.
Toser. La espuma de tu saliva tampoco la sabemos.
Hay cosas que se guardan para después
como quien esconde una golosina en el catre.










Alicia Silva Rey nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1950. Es docente de enseñanza primaria (maestra y bibliotecaria escolar).
Escribió: La mujercita del espejo (1985); Fragmento de correspondencias (1996-2003); Cartas a la iguana (2012); la Pared al Padre, novela (2013); “Lazos de amor”, relatos (2013); “Boleros”, 2015.
Publicó: La solitudine (Bs. As., CILC, 2009); (circa), Buenos Aires, Años Luz, 2014; Partes del campo (2015), Ediciones de la Eterna, Col. El carterista de Bresson, San Miguel de Tucumán- Buenos Aires; La mujercita del espejo (editada por primera vez en formato libro), Ediciones de la Eterna, Col. El carterista de Bresson, San Miguel de Tucumán – Buenos Aires, 2015; Orillos, editado en E-Book por Barnacle Libros, Buenos Aires, 2015; Enlas vísperas del fin del verano, Colección Poetas Argentinas, Biblioteca de las Grandes Naciones, País Vasco, España, 2016. E-Book.

Los poemas aquí reunidos forman parte de la serie "Aun", incluida en El poder de unos límites, que será próximamente publicado por Mora Barnacle editora.



domingo, 4 de marzo de 2018

Diego Brando







A la hora en que los obreros retornan a la fábrica


nosotros nos dirigimos con nuestras motos a la laguna,
incluso uno de nuestros amigos nos saluda con su casco
amarillo en la mano, lo mantiene y lo mueve en el aire.
Se ríe, pero nosotros lo compadecemos, a esa hora de la tarde,
ese calor, quedar encerrado en un pequeño galpón en las afueras
de un pueblo al que nadie llega, donde no hay nada más
que el sol y las gotas de sudor que caen por nuestro pelo.
No tenemos familias que mantener y todavía la vergüenza
no se infiltró en nuestras cabezas, somos jóvenes
que alargan en sus vidas el tiempo del ocio y la vagancia.
A veces, me digo a mí mismo, ya es hora de empezar ese
nuevo ciclo, de asir a mi cabeza el casco amarillo
y la ropa de trabajo, dejar que el aceite lo ensucie
y lo trabaje con los años. Pero es solo una idea,
ahora surcamos con nuestras motos la pequeña ruta
para llegar a la laguna y sentarnos en los troncos que ubicamos
estratégicamente desde que el calor se hizo presente.
Con el paso de los años la imagen es la misma: los obreros
que entran a la fábrica, nosotros en nuestras motos,
la laguna allá a lo lejos. Pero la vida pasa y es cierto
que nuestra rutina genera tedio y que a veces peleamos
entre nosotros y alguna trompada vuela en el aire.
Cuando ya no quede nadie con quien pelear y el hastío
haya podido más que el terror al trabajo, nos pararemos
afuera de la fábrica y saludaremos con nuestros cascos
amarillos de un lado al otro de la ruta, hacia la nada.

(En Frontera, editorial Vilnius, 2016)



Soy un hombre abandonado

en el fondo de un patio
dentro de los tapiales
que me contienen.
Muevo con mis manos
las ramas del naranjo
y cae la fruta madura
sobre el césped
con fuerza.
Una cosecha ejemplar,
si no fuera
porque el sol se ha ido
y la tierra se ha puesto lúgubre.
Aún así, tomo mis naranjas
y me pongo a resguardo,
agradecido.
El viento de tormenta
surge allá afuera
y en mí, una inquietud:
de qué estoy hecho
y qué pretende de mí
la naturaleza.
Por lo pronto, resta esperar
que después de las heladas
la fruta sea más dulce.



La primera vez en el mar,

me hundí en él
hasta el peligro.
Mientras me hacían señas
para que me acercara
o volviera,
yo sonreía
con el agua al cuello,
los brazos en alto.
De esa temporada volví a salvo
e incluso sobreviví
varios años.
Ahora me tapa la tierra
y no hay nadie en las costas.
Quedé en el mar
como en un reflejo.



Creció la maleza, allí


donde la joven sentada reía.
Desde que se mudó
ya no escuchamos su voz,
ahora tan solo vemos
a través de nuestros tapiales
las nuevas torres eléctricas.
Guardamos para nosotros
el recuerdo de su gracia
y como esos obreros
que cuelgan del aire
hacemos malabares
sobre el vacío.



Se movió el cielo

hacia lugares indómitos.
El río al que arrojé la caña
ya no refleja más
que un agujero negro,
preciso es moverse
hacia los costados.
Siempre debí buscar
el azul, lugares
más agradables.
Los perros corren
y esperan una presa,
luego caen al vacío.
No es una pesadilla,
presento como prueba
las escamas de los peces,
la línea del horizonte.



Fuimos bestias

al sol,
luego
el campo
se llenó de agua.
Pretendimos correr
con las escamas de los peces
en nuestras manos,
pero olvidamos los vestigios,
ahora tenemos lugares
donde morir
y colgar la ropa.
Hombres de antaño,
dígannos cómo
sobrevivir.
Y que la paz sea
con ustedes.







Diego Brando nació en Leones, Provincia de Córdoba el 29 de diciembre de 1987. Realizó estudios terciarios en el ISFD Mariano Moreno de Bell Ville, en donde se recibió de Profesor en Lengua y Literatura. A fines de 2016 publicó Frontera por Editorial Vilnius. Prepara su segundo libro mientras colabora en un laboratorio bioquímico.