Entré en un almacén de la costa
Con polvo sobre viejos productos
de cosmética (perfumes que, por
ejemplo, Avon
ya no vende en el catálogo)
y alguna que otra estampita religiosa,
un santo con cara de pescado,
y lo que siempre falta.
Dos nenes frente a una computadora casi
vieja
a los disparos dentro de un juego
en primera persona multijugador.
Se venden sombrillas y pequeños
muebles de playa
por si se te ocurriera broncearte
y permanecer quieto junto a ellos
toda la temporada.
La mujer que me atiende me pregunta
cómo está el tiempo.
Se ve que no sale desde la edad del
polvo.
Yo pienso que de tanto viento tomaron
consistencia
un par de cosas que podrían llegar a
justificar
aquella pregunta común sobre la
atmósfera,
que lo más manso de la ola se estiró
como una lengua
y se comió a las gaviotas,
y que no somos quiénes para entender
su muerte.
Alrededor de los arrecifes se empuja
algo, no sé bien,
que vuelve sólidos los tiempos,
el mío y el del salmón congelado en
la ventana,
tiempo materializado como el de una
silla rota
que soporta la lluvia en la calle
mientras nadie se la lleva.
Los adolescentes no despegan sus ojos
de la pantalla.
Me preocupa imaginarlos con una cruel
ceguera.
De pronto, sobre el rifle que dispara
caen pedazos blancos.
-¡Está nevando!
-Wow, qué lindo…
Saber
El poeta ha sido herido por el
lenguaje,
dijo.
¿Sabremos que cuando nos dan una casa
un espacio para el amor
el mar durmiendo junto a su
desenvoltura
nos dan nuestra propia muerte?
Quizás la muerte no es sino un lugar
—Cada pájaro aguarda un charco para
él—.
¿Sabremos?
No, lo olvidamos, como olvidamos el
abrigo
antes de salir.
Las palabras llegan, entonces,
cuando hace frío.
Así empieza la historia
El aspecto de la barriga de los bebés
las delicadas lomas y planicies,
la piel fina, sin casi vegetación,
nos hace suponer que en el pasado estas áreas
estuvieron resguardadas y bajo la sombra,
en un clima subtropical.
Respecto a nacer, yo no recuerdo los guantes
de color blanco higienizado
que me sacaron de ahí,
ni el grado de naturalidad de la luz
ni si era realmente esa luz
la que inspiró a los primeros hacedores de lámparas.
Apenas nuestro cuerpo se distingue de otros porque
no se despega del suelo.
Al poco tiempo hablamos, sin saberlo todo:
cuál es el origen de las cosas cercanas
y lejanas, cualquier buscador de internet responde
por qué existen la crueldad, las montañas
y los lunares sin relieve,
la razón por la que algunos crustáceos sobreviven
la recolección, y se mueven al abrir la cáscara,
pero no es todavía cierto
este
deslumbramiento,
la fecha o el lugar en que aparecimos.
Lo imagino, siempre actual:
como aquellas minúsculas lentejuelas
en agua y glicerina, que forman estrellitas piedras
asumo que nos balanceamos
un instante, hasta que, en un chispazo,
la más cercana isla nos encuentra,
nos deslizamos por muros
que resbalan y a la vez retienen la piel
como un tobogán,
mientras el agua observa y planifica.
De nuevo, la vida y toda la rueda de la germinación,
agua, más agua todavía para agrandar tu pozo
y arrojar tu tesoro, el de tu madre, el de tus abuelas,
el de tus tatarabuelos que llegaron en barco,
cuanto más brilla el pozo, más probable
que los nenes caigan y se ahoguen en él.
Dijo la vecina que mi nacimiento revitalizó
cada una de las plantas domésticas
muertas en el verano.
Los teléfonos no pararon de sonar:
era desde otro lado, ¿dónde?
Un contrato del exterior, otro lugar,
no sé, lejos, dijeron,
para la fábula inaugural;
al poco tiempo de conocerme,
mamá me puso una cintita roja en la muñeca
y papá tocó madera día a día para que no fuera cierto
que podría, tan fácil, desobedecer a este mundo
y dejar de respirar.
La sobrevida de las luciérnagas
Las nenas con sus muñecas
se hacen enteramente una
dentro del vientre de la otra
y algunas deciden no nacer
se quedan del lado del dolor
—como un buque encallado
en la rada,
un objeto del recuerdo entre la
descomposición—,
y entonces las muñecas
ramifican su silencio dentro suyo,
un hongo que brota y deforma.
Como una fábrica recuperada, el
lenguaje
es
el agujero en el árbol del jardín
que plantaron para conmemorar
un falso nacimiento.
Moscas en un corte de luz
¿Cuáles
¿Cuáles
de todas estas cosas
pensás que hicieron
para ser detectadas?
Se corta la luz, y mi mamá y yo somos
las primeras
en prender las velas,
sus llamas al comienzo tan pequeñas
que les cuesta decidir:
parpadean entre ser gráciles
bailarinas
o auténticas luchadoras de sumo.
Otra vez será el fuego
el que aclare y delimite
la zona precisa que hospeda
el peligro entre las cosas,
la carne de la caparazón del mundo.
Sinceramente no me gusta tropezar y
caer
como un cadáver entre los muebles.
A veces —muy raras veces—
la luz no regresa según lo estimado y
las velas se acaban:
entonces las moscas empiezan a volverse
quietas
sobre las lámparas,
anidan como abuelas su muerte fría,
prendidas en un brillo oscuro
como si el único destino fuera
ser fieles como sus tumbas.
El cielo de color indefinido
les dibuja unos pequeños borrones
grises sobre las alas.
Mi mamá se alegra
porque al fin y al cabo, las odia.
¿Pero qué pasa, mamá,
si en un descuido
alguien deja apagarse a la luz que era
para nosotras
y no nos salva?
25 años
Estoy en una edad
en la que ya no sería apropiado que se
me muriera una planta,
tampoco salir sin paraguas o
descuidarme el esmalte.
(Desconocido amor de mis diarios
íntimos,
dejaste al fin de parecerte a un
vendaje.
Tu elástico desprotegió con un ruido
mi tamaño.)
Hay igual distancia entre los veinte y
los treinta,
sé que puedo ser un puente en
destrucción
o todo lo contrario.
Mi rostro final es rescatado de un
cofre oscuro,
pierde el resplandor yendo cada vez más
cerca de la superficie,
en lugar de huesos los demás reciben
mis poemas
y mis padres agitan sus pañuelos sobre
mí
como si partiera.
Florencia Madeo Facente nació en 1992. Todos sus gatos tienen un título que denota su linaje y/o su pasado oscuro. Le gustan mucho el cine y el vino. Está terminando el profesorado en filosofía y actualmente trabaja como profesora de español para extranjeros.
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