martes, 29 de agosto de 2017

Iván Rojo




Con un McMenú entre pecho y espalda

Hay un pájaro enorme en la rotonda.
De un verde radiactivo al resplandor de la BP 24-7.
Recorre el simulacro de césped sobre sus patas larguísimas.
Picotea entre las briznas requemadas.
Cada pocos pasos alza la cabeza y mira alrededor, como perplejo.
Es un ave zancuda, pero no sé cuál exactamente.
¿Una garza? ¿Un flamenco? Eh: ¿y si fueras una grulla?
Espero que no, no me jodas.
Siempre he querido ver una grulla, no sé por qué.
Pero había imaginado nuestro encuentro de otra manera.
Así que solo espero que no lo seas.
¿Qué se te ha perdido aquí, pajarraco? Lárgate.
Tienes suerte de que esto no sea América o Nazaret.
Sacaría la pipa de la guantera y te volaría los sesos.
Por imbécil.



Truchas americanas

Los mejores poemas del mundo
los escribe un viejo analfabeto
que malvive a base de truchas
pasadas en las duras montañas de
Washington.
Al menos eso oí el otro día mientras
guardaba cola en el súper del barrio.
Aunque supongo que no puedes
fiarte mucho de nada que provenga
del súper porque hasta el producto
más sencillo no sé, digamos el pan
de molde solo contiene realmente
un ínfimo porcentaje de cereales.
Sea como sea, cuando oí o creí oír
a la chica de la Caja 4 decirle al encargado que
los mejores poemas del mundo
los escribe un viejo analfabeto
que malvive a base de truchas
pasadas en las duras montañas de
Washington,
ni su rubio de bote ni los diez aros
en su oreja izquierda ni siquiera
el tatuaje KEVIN en la cara interna
de su rechoncho y rosado antebrazo
derecho me hicieron desconfiar
de la veracidad de sus palabras.
Había algo luminoso en su hablar.
Algo puro y sincero. Algo incuestionable,
Como cualquiera de las leyes de la física.
Según contaba se trata de poemas
sobre osos o ciervos o águilas
o puercoespines o truchas, claro,
y algunos de ellos hablan además
de muchísimas otras cosas existentes
en el bosque profundo y también
en cualquier ciudad del planeta.
Hablan de cómo corren, vuelan,
huyen, atacan y respiran las criaturas.
Hablan, decía la cajera a su jefe, de ti.
Esa dedicatoria exclusiva y excluyente
me hizo sentirme solo y triste,
y no pude evitar interrumpir a la chica
para preguntarle si creía posible
que aquellos insuperables poemas
hablaran también de mí.
Ella me miró de arriba a abajo
y enseguida en sentido inverso,
y se quedó callada con gesto indeciso,
buscando con sus ojos muy pintados
de azul eléctrico la intervención del encargado.
Supe entonces que mi voz había roto
una especie de hechizo sagrado,
y quise salir de allí cuanto antes.
En la mano llevaba una lata
de truchas en aceite de girasol
de la que me había olvidado por completo.
Nunca había comido truchas,
y vi claro de golpe que no quería
comerlas así, enlatadas, sin espinas
ni corazón ni rastro de espíritu.
Lo que deseaba era comerlas
recién pescadas por mí mismo
en un río limpio, muy limpio azul cielo.
Devorar su alma simple y cristalina.
Pero, joder, era como si el mundo
y toda su inercia me obligaran
a empujones a pasar por caja.
Ya en la calle el cielo nublado
parecía el techo a punto de derrumbe
que se cansa bajo un piso inundado.
Pero la tormenta no acababa de descargar.
Lamenté no ser un indio navajo.
Lamenté que mi madre no se acostara
de joven con un indio navajo
y así ahora yo supiera lo necesario
para invocar al dios de la lluvia,
de una lluvia torrencial purificadora.
Además, mala suerte, el hombre del tiempo
había asegurado que diluviaría.
Me pareció oír un ruido dentro de mí.
Pensé en una taquicardia o algo así,
porque de pronto estaba mareado.
Tuve que agarrarme a una farola
y acompasar mi respiración con el mundo.
Entonces me di cuenta de que el ruido
no provenía de mi interior.
Flotaba en el aire, en todas partes.
Era el crujido de las placas tectónicas.
La jodida deriva continental,
alejándome de América y sus truchas
una micra más cada puto segundo.



La cabeza que guardo en el congelador

La cabeza que guardo en el congelador
siempre tiene la misma cara.
No pasa el tiempo por su piel.
Está condenada a ello.
La cabeza que guardo en el congelador
me dice que lo suyo no es vida,
que hasta los peores presos salen al patio,
y me pide que por favor la ponga un rato al sol.
La cabeza que guardo en el congelador
se queja de compartir celda con la comida para gatos,
el arroz tres delicias y las pizzas Hacendado.
Me pide que me cuide y la cuide un poco mejor.
La cabeza que guardo en el congelador
algunas noches canta arias de ópera que jamás he oído.
Su voz fría se vuelve entonces aire cálido.
Da gusto oírla. A veces hasta aplaude algún vecino.
Otros, también es cierto, lloran tras su tabique.
La cabeza que guardo en el congelador
es tan bonita que ciertos días
me sangran los ojos tan solo de mirarla
y tengo que cubrirla con una bolsa de basura.
La cabeza que guardo en el congelador
es tan bonita que de tanto en tanto
no puedo reprimirme y la beso.
Entonces sus labios cianóticos recuperan
por un momento todos los colores de la vida.
La cabeza que guardo en el congelador
se parece aterradoramente a la mía pero
tiene escarcha en las pestañas y los iris azul Neptuno
de quien padece la irreversible ceguera del hielo.
La cabeza que guardo en el congelador
me pide que la alimente de triunfo, calor y sangre.
Que me deje de una vez de escrúpulos.
La cabeza que guardo en el congelador
me dice que podría hacerme el rey del mundo.
Y es muy persuasiva. En una ocasión sucumbí
a sus palabras y quise sustituir por ella la mía.
Con hilo de plata suturé mi herida.
Nadie nunca se dio cuenta.
La cabeza que guardo en el congelador
en el fondo sabe que nunca será
quien podría haber llegado a ser.
Que encarna una tragedia tan grande
como el incendio de Roma,
la caída de las torres gemelas,
la parte trasera de un campo de exterminio,
la última y eterna glaciación.
La cabeza que guardo en el congelador
me insulta, me implora y me maldice
y cuando realmente está tranquila
me pide que tenga compasión
y la meta de una vez en el horno.
Pero no. Yo la guardo porque sé que una mañana
amanecerá descongelada, caerá en sabias manos
y sus sesos serán deliciosa comida para tigres.
Para toda una generación de fieras
cuyas zarpas
deshilacharán el mundo como un ovillo.





Iván Rojo (Valencia, 1976) es autor de los libros de relatos Pantano (Sven Jorgensen, 2014) y La vida salvaje (Rasmia, 2015), así como de la novela Ultraligero (Rasmia, 2016). Tiene además dos poemarios publicados: 10.000 caballos de guerra (Versátiles Editorial, 2016) y Finlandia (Jámpster eBooks, 2017). Ha participado en la antología Música de ventanas rotas, Homenaje a John Fante (Dalya, 2016).


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